No.
No me aguanto ni a mí mismo, cuanto menos al resto del mundo. Empiezo a cuestionarme si Darwin se equivocaba con la evolución o Spencer con la lucha del más fuerte. Eso ya no sirve. Cuando aguantas, cuando persistes, cuando resistes más de cien huracanes y tres mil tormentas, y justo cuando vas a tocar tierra quedas encayado en un arrecife, te preguntas si en realidad todo lo anterior mereció la pena.
Hoy no vengas. No me mires. No me abraces. No me quieras. Ódiame tan fuerte como desees. Maldíceme. Insúltame. Olvídame. Escúpeme. Hoy no soy un ser humano, sino una sombra difuminada que cree que vive por el simple hecho de respirar, un misántropo empedernido asfixiado por el hastío que no es capaz de hablar.
O ven rápido. Corre. Sálvame del peor de los enemigos, del insulto que escupe el espejo en forma de reflejo, de las violáceas ojeras, de mí mismo. Bésame hasta que se me cuarteen los labios, hasta que la piel se desescame y se caiga a tiras. Fóllame tan fuerte que olvide mi nombre, que la oscuridad de mi alma salga corriendo, que el sol se retrase unos minutos por dejarnos acabar.
Y después no te asustes cuando veas las cicatrices que el paso del tiempo ha dejado en mi cuerpo y las heridas del alma que aún sangran. Acaríciame, bésame la frente, y dime que todo saldrá bien aunque sepas que es mentira, yo me lo creeré.
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