jueves, 6 de septiembre de 2018

Constantinopla

El ceño fruncido, la mirada iracunda, los dientes apretados, casi más que los puños, los nudillos ya pelados de pelear a muerte contra todos los demonios que habitan en mí, sin ser capaz de vencerlos. El fuego rodeándolo todo, el calor, el sudor resbalando por cada centímetro de piel. Mi guerra eterna, sí, mía, y de nadie más, contra las circunstancias, contra el mundo, contra todo, contra todos, y sin ser capaz de doblegar el espíritu, sin rendirse, sin pestañear, sin notar, cómo, a cada uno de los golpes recibidos, el alma se ha ido resquebrajando hasta quedar hecho astillas. 

De repente, el derrumbe. 

Entre las sombras apareces, con túnica blanca y trenza romana, caminando entre llamas y demonios, te acercas y me miras. Te agachas y acaricias mi rostro, y te miro a los ojos...

Y despertamos, sin abrir los ojos, en el mismo bar donde te dije que no te enamoraras de mí. Te separas de mis labios, asustada.

Me miras desconcertada. El labio te tiembla, y hasta las manos. Los ojos se tornan vidriosos... Yo sigo impertérrito, esperando que gesticules, o me beses, o me hables. Cambias tu mirada, mezclas dulzura y misterio. Suspiras y me abrazas con ternura, agarrándome fuerte la espalda, mientras me susurras al oído: Creo que somos dos bonitos monumentos en ruinas.



Quiero mirarte a la cara y decir que sí (La Desbandada)