domingo, 3 de marzo de 2024

Capítulo IV: Pacem

 El invierno se ha abierto paso a través de un otoño cargado de lluvias. Un jinete cabalga sobre un caballo alazán al paso, sobre los hombros cuelgan pieles de lobo, en el pecho una armadura con dos caballos puestos a dos manos frente a un gladivs erguido. Los pasos de la bestia son tranquilos y firmes, los cascos se hunden en el barro, el aliento del jinete exhalado se refleja en forma de vaho. El silencio del bosque los acompaña, solo se escucha el ruido metálico del bocado y del emperchado de batalla, las hojas plateadas de espadas y dagas, las cañas de las flechas en el carcaj.

El camino hacia las ruinas de una Roma decadente, lejos de su esplendor pasado se hace pesado y largo. Los bárbaros se asentaron hace años bajo el protectorado del imperio, las alas del águila extendidas no dejan ver al ave lo que hay debajo. Se suponía que no iban a ser ningún problema y que iban a aceptar los valores romanos, pero las circunstancias del Imperio iban a ser caprichosas, se transformaría y debilitaría, se escindiría y se pondrían en jaque todos los valores que antaño habían servido para formar el reino más vasto de la historia.

Los pensamientos revoloteaban sobre su cabeza como buitres, el rictus duro, casi con el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Se tocaba el pecho, intentando invocar a su padre, el latón de la coraza, el caballo de tres patas, la unión entre el pasado y el presente, el dolor y la felicidad. Se atusa la barba, casi escarchada. El frío le mantiene despierto y vivo, preguntándose si educó bien a su hijo, si fue demasiado duro o no, si realmente fue el padre que debió ser.

Mors jadea al caminar. Parece una fiera del averno, su color, totalmente negro a excepción de un crespón blanco en el pecho, hacen que parezca el mismísimo Cerbero. La complexión y aparente tranquilidad del can engaña, es un arma más en el campo de batalla, durante los últimos años le ha protegido y guardado las espaldas, ha custodiado sus sueños, siempre alerta y en guardia.

Quedan menos leguas para llegar a su hogar, allí le espera su mujer Julia y sus hijos Rómulo y Diana. Echa de menos despertarse con ellos, la paz que le da Julia sólo alterada por las risas y los gritos de sus hijos correteando por las estancias. De nuevo vuelven esos pensamientos en forma de aves de rapiña. Él es el pater familias. Debe proveer lo mejor para su descendencia, debe enseñarlos, transmitir los valores, instruirlos militarmente, a ambos.

Se siente contrariado. Es consciente de la realidad del mundo, de su naturaleza violenta, como la humana, añora la paz, pero se le da muy bien la guerra. Las cicatrices de su piel cuentan historias viejas y vaticinan algunas nuevas. Él sabe que no hay paz en la mente del guerrero.

Entran en la villa romana, Mors olfatea a favor de viento, menea la cola de manera leve. El frío, los árboles tristes sin una sola hoja. Al fondo, la construcción y el olor hoguera, a leña quemada. Acelera levemente el paso. El cane corso se adelanta un par de metros del caballo. Las últimas luces del atardecer decoran su regreso, y del edificio salen su mujer y sus dos hijos. El perro se abalanza sobre Rómulo y comienza a lamerle la cara ante las risas y los gritos del pequeño.

- Hay cosas que no cambian por muchas veces que regreses, esposo mío.

- Ni deben cambiar – contesta él riéndose.

- ¡Padre! – exclama Diana levantando los brazos para que él la coja.

No hay palabras para expresar las emociones que embriagan a Flavio en este momento. Se nota el pecho, los caballos cincelados en la coraza y la sensación de haber vuelto a casa. Esa noche cenan reunidos los cuatro, Julia y Flavio mandan a los niños a dormir pronto y hacen el amor apasionadamente.

- Mañana comenzarán el proceso esposa mía. Es hora de que empiecen a valorar lo que tienen, lo que no y que se den cuenta del valor del esfuerzo.

- Quizás sea un poco pronto esposo – replica Julia.

- Es la edad perfecta seis y siete años. Comenzarán con el servicio de la villa.

- Es impropio de su clase social.

- Nunca me amaste por comportarme como los de mi clase social.

- Tengo que darte la razón – asiente ella.