viernes, 3 de noviembre de 2023

Capítulo II: La ira de un hombre pacífico

 - Abuelo, cuéntame historias de cuando estuviste en la guerra.

El otoño llama a las puertas de la tierra. Los viñedos se han tornado de un color pardo y comienzan a perder sus hojas. Los campos de trigo fueron segados, y han dejado a paso a la nueva siembra. Las primeras lluvias hicieron que germinara y se ven esos primeros brotes verdes desde el domus. El clima cambia. De los tórridos meses estivales al frescor. Los días se acortan, el alma pesa más que de costumbre. Augvsto se recuesta sobre una silla. Se atusa la barba entre los duros paños rectos y blancos. Han pasado años desde su regreso, las canas dejaron de ser excepción en su pelo para ser mayoría, y dos generaciones desde que masticó esta tierra fértil cercana a Lusitania han visto crecer las vides y fermentar los vinos. Más de cinco lustros desde la última vez que desenvainó la espada. Y ahora, disfrutaba viendo corretear a su nieto Flavio por cada una de las estancias de su casa. 

Seis años, el pelo rubio rizado, los ojos oscuros, la tez morena. No había sacado los ojos de su abuelo, pero quizás sí su carácter pertinaz y aventurero. Ansiaba aventuras, quizás, ajeno a las crueldades del mundo. Aún. Por delante una vida militar y de servicio al Imperio. Por detrás, dos figuras de peso.

- Flavio, ¿tú quieres a tu abuelo?
- Claro - respondió el niño.
- ¿Y crees que tu abuelo es bueno?
- Sí abuelo. Cuéntame otra vez las historias de los bárbaros.

Augvsto cambió el semblante. Pareció hundirse en un agujero oscuro. Algo de lo que se percató su mujer, Gaia. Sobre su mente galopaban recuerdos oscuros. Demonios. Estigmas que le carcomían por dentro y que nunca jamás a nadie había contado.

- Verás Flavio -comenzó-. Ya sabes que la guerra no es justa, y que en ella muchas veces tenemos que hacer cosas que no están bien, que de normal, no haríamos. 

- Sí abuelo, siempre me lo dices.

- Creo que esta historia nunca te la he contado. Nos encontrábamos en los bosques tratando de impedir el avance de los pueblos del norte, entonces, yo no era más que un simple explorador. Aquella mañana teníamos la labor de reconocer los siguientes asentamientos, alertar a los ciudadanos. Recuerdo aquel frío intenso y los primeros copos de nieve del invierno cayendo. El aire era gélido, parecían puñales clavándose en los pulmones, el silencio del bosque. Caminamos media legua, cuando vimos, a lo lejos salir humo desde un claro del bosque. Nos acercamos cautelosos. 


Cuando estuvimos más cerca comprobamos que se trataba de una cabaña en medio del bosque que se estaba acabando de quemar. Seguíamos avanzando en silencio, con las espadas adelantadas y el filo en alto. Inspeccionamos el exterior. Se escuchaban algunos sonidos de las cuadras anexas. 

Allí lo vimos, era uno de los bárbaros. Con la cara pintada, el pelo largo y una gran barba castaña trenzada en dos. Removía y buscaba incesante dentro de la estancia. Él estaba ensimismado en su afán. Lo acechamos como lobos, en sigilo, en silencio, guiándonos por señas. Cuando estábamos a escasos dos metros de él me abalancé sobre él. Tras ello, Cornelivs, hasta que conseguimos maniatarlo.

Con el prisionero asegurado, lo atamos a uno de los postes de los caballos y buscamos supervivientes en el interior de la cabaña. Allí pude ver una de las mayores atrocidades de mi vida. Más que incluso en la guerra. Una mujer, un bebé, un hombre -dijo mientras se le humedecían los ojos.

En ese momento, Augvsto tuvo que parar y tragar saliva. 

Nada más entrar, vimos a un bebé atravesado por una espada, clavado sobre una de las columnas de manera de la cabaña. El filo se hundía desde el vientre hacia las costillas. Bajo él, un charco de sangre. El cuerpo aún caliente y las gotas rojas cayendo al suelo. 

Más adelante yacía otro cadáver, atado de pies y manos, decapitado, con diversas punzadas en todas las partes del cuerpo. Parecía que le habían hecho sufrir antes de acabar con su vida. 

En la estancia restante, donde había un camastro, encontramos a una mujer, exanguinada, con un profundo corte en el cuello. Había sido violada y seguramente profanada. Contaba con diferentes lesiones por todo el cuerpo.

- Cornelivs tuvo que salirse a vomitar -dijo Augvsto. Creo que era la primera vez que veía un cadáver.

Verás hijo mío -dijo Augvsto dirigiéndose a Flavio. Hay veces que hasta el hombre más templado es incapaz de contener sus emociones. Cuando presencias una cosa así, hay algo irracional en ti, una parte salvaje y animal que se apodera de tu ser. Una bestia descomunal en la que te transformas. Y te conviertes en un arma letal, un instrumento que únicamente sirve para infligir dolor al enemigo.

- ¿Qué pasó con el prisionero, abuelo?

- Aún seguía atado y Cornelivs aún no se había recuperado. Pero yo sí. Lo desaté del árbol y comencé a golpearle con puñetazos. Derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda. No paraba. Él empezó a sangrar conforme encajaba los golpes. Su cabeza se movía de lado a lado. Me coloqué encima de él y seguí golpeándole. La sangre me salpicaba, teñía mi armadura de rojo. Gritaba mientras le seguía golpeando y él perdía los dientes. Había una bestia dentro de mí con una fuerza descomunal. Aquel hombre era más alto y corpulento que yo. Pero no importaba. Seguía golpeándolo. Cuando me empezaron a sangrar los nudillos comencé a darle patadas. Cuando me cansé volví a golpearle con puñetazos y en ese instante, en el que tan sólo un hilo de vida separaba al bárbaro de sus dioses, hundí mis dedos pulgares en sus ojos, atravesándolos hasta llegar dentro de su cráneo. El aullido de dolor retumbó por todo el bosque como un trueno. Después, el silencio. 

El frío. El vaho saliendo de mi boca. El corazón latiendo, la sangre en torrente. El espíritu del bosque en mí. 

- Pero abuelo...

- Flavio. Deberás ser un hombre pacífico, no inofensivo. Un hombre pacífico es aquel que es capaz de infligir un dolor inimaginable pero no desea hacerlo, bien por las normas del derecho romano, bien por sus preferencias morales. Un hombre inofensivo no puede hacer daño porque no sabe. Te daré un consejo que deberás guardar el resto de tu vida: nunca subestimes a un hombre tranquilo. Algunos de ellos, pueden ser tan peligrosos como un lobo herido y arrinconado. 

"A furore normannorum, libera nos domine".