lunes, 16 de octubre de 2017

Bécquer

El viento arrastró mi nombre y te lo susurró al oído.

Recordaste la primera vez que nos vimos, el primer polvo, el último beso, la caricia más tierna, mis manos lascivas entre tus piernas, mi lengua recorriendo cada uno de tus rincones, como aquellos que buscábamos para follar. Ninguno era malo. Ni nosotros tampoco.

La lluvia arrastró tu nombre y me empapó por dentro.

Empecé recordando lo vivido, llorando a la luna, aullando, como un lobo, o quizás como un jabalí herido. La pasión desmedida que brota a raudales, la saliva que cura las escaras, el sentido de los domingos por la tarde. Un paseo entre los árboles, penetrarte contra ellos, agarrarte del cuello y meterte un dedo en la boca.

La tormenta dobló nuestros nombres y los enterró en el olvido.

Y pasamos del somos al fuimos, cambiamos el cariño por el tío, nos miramos a los ojos sin reconocer lo que habíamos sido. Vimos cómo crecía un abismo entre nosotros mientras retrocedíamos, paso a paso, queriendo conservar la vida. Cobardes con un exceso de cordura. Asnos maniatados con amores baldíos.


No están hechos los tiempos modernos para hombres como tú, Gustavo, de desamor habrías muerto mil veces antes de llegar a los veinte. 


martes, 3 de octubre de 2017

Krokodil

De su costado lacerado brotaban palabras rotas,
en un idioma ya olvidado.
Sus ojos escupían lágrimas negras,
mezclando en ellas la tinta y la sal.

Cada vez que abría la boca volaban las notas de un enjambre asesino
que se clavaba en la mente y acongojaba el alma.
En sus manos florecían espinosas acacias, 
robustas y ásperas al tacto. 

No tenía voz,
no escuchaba nada,
sólo era capaz de vislumbrar aquella figura,
anonadada, impertérrita, casi congelada. 

-Y así fue como se enamoró de mi tristeza-.



Anchorage

Como en la barra de aquel bar.

El momento en el que se cruzaron nuestras miradas, el pánico a mantenerlas, el vicio de no querer dejar de hacerlo. Sonreí mientras bebías un cóctel de frambuesas con pajita, lasciva, insinuante, sin quitarme ojo. Después me guiñaste un ojo y sonreíste, olvidando la vergüenza en el vodka de tu Manhattan y te giraste.

Yo me quedé embobado, mirando tu figura y cómo te apretaba aquella falda, pensando en cómo desabrocharla, en arrancarte la blusa y morderte el cuello, en bailar sevillanas agarrándote del pelo, en el sonar de muelles y crujir de camas, en los gemidos, y el cómo el sudor se mezclaba sobre el suelo con la esencia, después de habernos corrido.

Con la ventana abierta, dejando que la escarcha nos abrazara, sabiendo que sólo somos hijos de la madrugada.

Después me acerqué a ti, y te susurré al oído todas aquellas cosas que todo el mundo pensaba y que nadie te decía por educación, por principios o por falsa caballerosidad. Volviste a sonreír y me acariciaste la barba.

Te dejé una nota, con mi número y una desiderata: tus labios de fuego jamás podrán besar al hombre cuyo corazón yace en Alaska. 


"Si me pongo serio quien sonríe es el diablo" (Piezas).