domingo, 22 de diciembre de 2019

ATLAS

Ella se despierta cuando suena una alarma con el sonido de una motocicleta rugiendo. Creo que intenta arrancar los motores desde primera hora, iniciar una cuenta atrás progresiva hasta el momento en el que las sábanas vuelvan a atraparla, y es ahí cuando inicia un duelo a muerte con Morpheo, en el que a veces gana y a veces pierde, pero nunca sale ilesa.
Desayuna un té y una manzana, lee las noticias en el móvil y rechaza una vez más, un piropo. Brilla de sobremanera, aunque solo haya dormido tres horas y crea que tiene la peor cara del mundo. Afila el cuchillo de la razón para sobrevivir en un mundo de locos un día más. Al salir del portal mira al cielo y se coloca la capucha, intentando que el frío no se cuele entre sus ropas. Da igual que llueva o nieve, camina por las calles oscuras con paso firme.

De vuelta del trabajo siempre me deja el pico del pan, mientras sonríe, y calla sus problemas, y grita todas las injusticias del mundo. Agarra mi mano y me mira dejando ver un atisbo de felicidad detrás de cuatro capas de antiojeras y cansancio. Nunca la escuché decir que estaba mal, aunque supe leer lo que sus labios no dijeron pero sus ojos gritaran. Jamás pidió un abrazo por mucho que lo necesitara. Creyó no merecerlo, o no necesitarlo, y ser capaz de ser capaz de sujetar el cielo sobre sus espaldas sin la ayuda de nadie, pensando que nadie querría sostenerlo a medias. 

La miro a los ojos para abrazarla. No cede. Creyendo que las cadenas que arrastra son sólo suyas, sin saber que quien tiene el dolor escrito en las costillas es capaz de compartir penitencias, ignorando, que, entre dos, hasta el peso de un folio es más liviano. Y la invito a tumbarse junto a mí, en un sofá de setenta centímetros de ancho que convertimos en nuestro rincón favorito del jardín del Edén.