domingo, 3 de marzo de 2024

Capítulo IV: Pacem

 El invierno se ha abierto paso a través de un otoño cargado de lluvias. Un jinete cabalga sobre un caballo alazán al paso, sobre los hombros cuelgan pieles de lobo, en el pecho una armadura con dos caballos puestos a dos manos frente a un gladivs erguido. Los pasos de la bestia son tranquilos y firmes, los cascos se hunden en el barro, el aliento del jinete exhalado se refleja en forma de vaho. El silencio del bosque los acompaña, solo se escucha el ruido metálico del bocado y del emperchado de batalla, las hojas plateadas de espadas y dagas, las cañas de las flechas en el carcaj.

El camino hacia las ruinas de una Roma decadente, lejos de su esplendor pasado se hace pesado y largo. Los bárbaros se asentaron hace años bajo el protectorado del imperio, las alas del águila extendidas no dejan ver al ave lo que hay debajo. Se suponía que no iban a ser ningún problema y que iban a aceptar los valores romanos, pero las circunstancias del Imperio iban a ser caprichosas, se transformaría y debilitaría, se escindiría y se pondrían en jaque todos los valores que antaño habían servido para formar el reino más vasto de la historia.

Los pensamientos revoloteaban sobre su cabeza como buitres, el rictus duro, casi con el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Se tocaba el pecho, intentando invocar a su padre, el latón de la coraza, el caballo de tres patas, la unión entre el pasado y el presente, el dolor y la felicidad. Se atusa la barba, casi escarchada. El frío le mantiene despierto y vivo, preguntándose si educó bien a su hijo, si fue demasiado duro o no, si realmente fue el padre que debió ser.

Mors jadea al caminar. Parece una fiera del averno, su color, totalmente negro a excepción de un crespón blanco en el pecho, hacen que parezca el mismísimo Cerbero. La complexión y aparente tranquilidad del can engaña, es un arma más en el campo de batalla, durante los últimos años le ha protegido y guardado las espaldas, ha custodiado sus sueños, siempre alerta y en guardia.

Quedan menos leguas para llegar a su hogar, allí le espera su mujer Julia y sus hijos Rómulo y Diana. Echa de menos despertarse con ellos, la paz que le da Julia sólo alterada por las risas y los gritos de sus hijos correteando por las estancias. De nuevo vuelven esos pensamientos en forma de aves de rapiña. Él es el pater familias. Debe proveer lo mejor para su descendencia, debe enseñarlos, transmitir los valores, instruirlos militarmente, a ambos.

Se siente contrariado. Es consciente de la realidad del mundo, de su naturaleza violenta, como la humana, añora la paz, pero se le da muy bien la guerra. Las cicatrices de su piel cuentan historias viejas y vaticinan algunas nuevas. Él sabe que no hay paz en la mente del guerrero.

Entran en la villa romana, Mors olfatea a favor de viento, menea la cola de manera leve. El frío, los árboles tristes sin una sola hoja. Al fondo, la construcción y el olor hoguera, a leña quemada. Acelera levemente el paso. El cane corso se adelanta un par de metros del caballo. Las últimas luces del atardecer decoran su regreso, y del edificio salen su mujer y sus dos hijos. El perro se abalanza sobre Rómulo y comienza a lamerle la cara ante las risas y los gritos del pequeño.

- Hay cosas que no cambian por muchas veces que regreses, esposo mío.

- Ni deben cambiar – contesta él riéndose.

- ¡Padre! – exclama Diana levantando los brazos para que él la coja.

No hay palabras para expresar las emociones que embriagan a Flavio en este momento. Se nota el pecho, los caballos cincelados en la coraza y la sensación de haber vuelto a casa. Esa noche cenan reunidos los cuatro, Julia y Flavio mandan a los niños a dormir pronto y hacen el amor apasionadamente.

- Mañana comenzarán el proceso esposa mía. Es hora de que empiecen a valorar lo que tienen, lo que no y que se den cuenta del valor del esfuerzo.

- Quizás sea un poco pronto esposo – replica Julia.

- Es la edad perfecta seis y siete años. Comenzarán con el servicio de la villa.

- Es impropio de su clase social.

- Nunca me amaste por comportarme como los de mi clase social.

- Tengo que darte la razón – asiente ella.

 

martes, 26 de diciembre de 2023

Capítulo III: Memento Mori: El corazón equino

- Creo que te excediste al contarle aquello a Flavio, Augvsto. No era necesario. Es sólo un niño.

- Es un niño que ingresará en la Legión. Que sea pequeño no quiere decir que tenga que ignorar cómo funciona el mundo. Debe endurecerse, ser consciente del ciclo de la vida. Vida y muerte. Los sacrificios, el dolor, la alegría, de todos y cada uno de los pasos que damos como humanos.

- Quizá es demasiado pronto para ello.

- Es el momento perfecto. Un niño debe aprender a convivir con la muerte como un elemento más de su vida. Protegerlo sólo lo hará débil y frágil, y ello hará que el mundo lo devore.

En ese momento se incorporó de la silla y se dirigió de nuevo a su nieto.

- Flavio, ven aquí. Me acompañarás a los establos donde hay una yegua a punto de parir.

- Sí, abuelo.

El niño agarró la mano de su abuelo y salieron de la estancia. Gaia se abrazó ambos codos, sintiendo un pequeño escalofrío por su cuerpo. Quizás su marido tuviese razón y los niños tendrían que convertirse en hombres, pero le inquietaba. El mismo amor que tenía por sus hijos se multiplicaba con sus nietos y puede que fuera eso lo que le hacía ver la realidad desde otra perspectiva.

Augvsto entró en los establos junto con su nieto. El olor a heno y a caballo, a estiércol seco y animal, las luces del otoño colándose por las rendijas de los maderos que configuraban aquella posta ampliada. Una escena idílica que sólo era interrumpida por el ruido de movimiento de una yegua albera que yacía en el suelo entre estertores parturientos.

El animal giró la cabeza ante ambos humanos, pidiendo casi ayuda. Tenía el torso muy hinchado y resoplaba con cierta resignación, sacudiendo la cabeza levemente. Debajo de su cola asomaban unas pezuñas, bajo ellas, un charco de líquido amniótico y un trozo de placenta. Flavio miró con cierta curiosidad y a la vez asco.  La yegua comenzó a empujar nuevamente y pareció asomar un hocico.

Augvsto, mientras tanto, se encontraba haciendo dos nudos en los extremos de una cuerda en forma de gaza corrediza.

- Átalos a las pezuñas Flavio.

El niño cogió la cuerda y se acercó a la yegua. Dio una arcada y le comenzaron a brillar los ojos. Su abuelo sonrió.

- Vamos, que no tenemos todo el día.

El muchacho se acercó de nuevo, y nuevamente volvió a sentir esa sensación de asco. Intentó no respirar mientras se agachaba y ataba las patas del potro con la cuerda que Augvsto le había dado.

- Métele los dedos en el hocico y quita lo que haya dentro.

El crío hizo una mueca de incredulidad y abrió nuevamente la boca intentando no vomitar. Entonces, aquel hocico que asomaba pareció moverse parcialmente y casi respirar.

- Bien, ahora tendremos que tirar cuando la yegua empuje para sacarlo. Así la ayudaremos a parir y se estresará menos.

Abuelo y nieto cogieron la cuerda y cuando el animal empujó, ellos tiraron fuertemente sacando la cabeza del potro. Otro empujón más y consiguieron sacarlo del todo. Augvsto se acercó para cerciorarse de que las vías aéreas del potrillo estaban libres y que respiraba. Lo arrastró hacia el hocico de la yegua y se quedó contemplando la escena. Sin embargo, el vientre de la yegua seguía estando hinchado. Él, se rascó el mentón, pensativo.

- Flavio, prepárate porque creo que aún no ha acabado.

Ambos se quedaron observando a la yegua y al potro. Era precioso, de color alazán y una mancha blanca en la frente en forma de aspa irregular. La madre se revolvió de nuevo y comenzó a empujar. De nuevo salieron dos cascos. Para entonces, el asco que había sentido el niño en ese primer momento se había disipado y agarró la cuerda de manera decidida. Augvsto miró y sonrió para sus adentros. Los niños aprenden rápido pero hay que tener el valor para enseñarlos. Nuevamente la yegua se retorció, haciendo fuerza, y de nuevo asomó un hocico blanco de su ser. Flavio liberó las fosas nasales y ató rápidamente las gazas a las pezuñas.

- Venga abuelo, ayúdame.

Ambos tiraron enérgicamente. Dos tirones más y el segundo potro estaba fuera. Esta vez había algo extraño en el animal. Augvsto se acercó para inspeccionarlo.

- ¿Has visto la pata trasera derecha, Flavio?

- No abuelo, ¿qué le pasa?

- Le falta una parte – dijo el anciano con pesadumbre a la vez que se pasaba la mano por el rostro. Acarició al animal con delicadeza y ternura, sabiendo que tendría que sacrificarlo.

- ¿Y qué le pasará abuelo?

- Un caballo cojo no puede valerse por sí mismo Flavio. Es inútil. No tiene ninguna función y acabará deforme al no poder moverse. Eso significa que habrá que sacrificarlo.

- Pero abuelo, y si…

- No hay peros Flavio –interrumpió súbitamente Augvsto. Sé que no te gusta, y, sin embargo, tendrás que sacrificarlo de igual modo. A veces, la mayor señal de respeto y de amor es no prolongar la agonía, en este caso, de un animal. Cuando crezcas, es posible que tengas que tomar decisiones arriesgadas, decisiones que no te gustaría tomar, decisiones que provocarán dolor pero que deben ser ejecutadas. Entonces, no me tendrás ni a mí, ni a tu padre a tu lado para aconsejarte.

El hombre se retiró al fondo de las cuadras, entrando en un cuarto donde se guardaban todos los útiles de equitación y de herraje. Rebuscó entre los aperos hasta que encontró el cuchillo que buscaba. Volvió hacia donde estaban la yegua y su nieto.

- Ahora tendrás que mostrar la piedad necesaria para no hacer sufrir y la fortaleza para actuar como un hombre de principios. No es agradable pero es necesario.

Augvsto le mostró el cuchillo a Flavio y se lo entregó. El muchacho temblaba. Se acercó al potrillo que yacía en el suelo, incapaz de levantarse.

- Acarícialo y despídete de él. La muerte no significa que tengas que mostrar desprecio por la vida, más bien al contrario. Debes estar dispuesto a sacrificar hasta la tuya si con ello consigues el bien común.

El chiquillo seguía temblando aunque agarraba el cuchillo con firmeza. Se acercó al animal y le acarició la frente suavemente. Aquella pequeña criatura pareció tranquilizarse y asumir el destino que tenía por delante. Resopló un par de veces ante las caricias de Flavio y cerró los ojos justo antes de tumbarse por completo, como ofreciéndole el mejor ángulo para atravesarle el pecho. Los ojos del niño se humedecieron, igual que los de su abuelo, y comprendió entonces la nobleza de los animales.

- Descansa pequeño amigo, pastarás en verdes praderas, beberás de arroyos puros, galoparas hacia un horizonte sin fin, hasta el que cielo se quede sin estrellas… - y atravesó el corazón del equino que simplemente, dejó de respirar. El pelaje blanco se tiñó de rojo y comenzó a supurar sangre.

El niño se incorporó, cabizbajo, con lágrimas cubriendo su rostro y se dirigió a su abuelo. El hombre lo abrazó, consolándolo y besándole la coronilla.

- Has hecho lo correcto. Ahora debes escoger un nombre para el potro alazán. Será tuyo, tendrás que domarlo y cuidarlo desde mañana.

- Caelum –dijo mientras se marchaba de las cuadras.

Augvsto siguió pensativo. Dudando si su nieto habría o no entendido lo que él le había querido enseñar: la muerte forma parte inherente de la vida, son realidades dicotómicas e inexorables. Ambas no pueden coexistir, ni existir a la vez, pero sin la presencia de una la otra es inexistente. La muerte nos muestra lo maravillosa que es la vida, nos prepara para las dificultades, nos duele, nos endurece, nos sana. Sin ese dolor que nos produce, nos envilece, nos transforma en tiranos, o en hombres débiles y maleables, cobardes y temerosos de la luz de un nuevo día. Él lo sabía. Los niños deben saber qué es la muerte y venerar la vida, cuanto antes lo aprendieran antes serían capaces de ver el mundo con la perspectiva correcta.

viernes, 3 de noviembre de 2023

Capítulo II: La ira de un hombre pacífico

 - Abuelo, cuéntame historias de cuando estuviste en la guerra.

El otoño llama a las puertas de la tierra. Los viñedos se han tornado de un color pardo y comienzan a perder sus hojas. Los campos de trigo fueron segados, y han dejado a paso a la nueva siembra. Las primeras lluvias hicieron que germinara y se ven esos primeros brotes verdes desde el domus. El clima cambia. De los tórridos meses estivales al frescor. Los días se acortan, el alma pesa más que de costumbre. Augvsto se recuesta sobre una silla. Se atusa la barba entre los duros paños rectos y blancos. Han pasado años desde su regreso, las canas dejaron de ser excepción en su pelo para ser mayoría, y dos generaciones desde que masticó esta tierra fértil cercana a Lusitania han visto crecer las vides y fermentar los vinos. Más de cinco lustros desde la última vez que desenvainó la espada. Y ahora, disfrutaba viendo corretear a su nieto Flavio por cada una de las estancias de su casa. 

Seis años, el pelo rubio rizado, los ojos oscuros, la tez morena. No había sacado los ojos de su abuelo, pero quizás sí su carácter pertinaz y aventurero. Ansiaba aventuras, quizás, ajeno a las crueldades del mundo. Aún. Por delante una vida militar y de servicio al Imperio. Por detrás, dos figuras de peso.

- Flavio, ¿tú quieres a tu abuelo?
- Claro - respondió el niño.
- ¿Y crees que tu abuelo es bueno?
- Sí abuelo. Cuéntame otra vez las historias de los bárbaros.

Augvsto cambió el semblante. Pareció hundirse en un agujero oscuro. Algo de lo que se percató su mujer, Gaia. Sobre su mente galopaban recuerdos oscuros. Demonios. Estigmas que le carcomían por dentro y que nunca jamás a nadie había contado.

- Verás Flavio -comenzó-. Ya sabes que la guerra no es justa, y que en ella muchas veces tenemos que hacer cosas que no están bien, que de normal, no haríamos. 

- Sí abuelo, siempre me lo dices.

- Creo que esta historia nunca te la he contado. Nos encontrábamos en los bosques tratando de impedir el avance de los pueblos del norte, entonces, yo no era más que un simple explorador. Aquella mañana teníamos la labor de reconocer los siguientes asentamientos, alertar a los ciudadanos. Recuerdo aquel frío intenso y los primeros copos de nieve del invierno cayendo. El aire era gélido, parecían puñales clavándose en los pulmones, el silencio del bosque. Caminamos media legua, cuando vimos, a lo lejos salir humo desde un claro del bosque. Nos acercamos cautelosos. 


Cuando estuvimos más cerca comprobamos que se trataba de una cabaña en medio del bosque que se estaba acabando de quemar. Seguíamos avanzando en silencio, con las espadas adelantadas y el filo en alto. Inspeccionamos el exterior. Se escuchaban algunos sonidos de las cuadras anexas. 

Allí lo vimos, era uno de los bárbaros. Con la cara pintada, el pelo largo y una gran barba castaña trenzada en dos. Removía y buscaba incesante dentro de la estancia. Él estaba ensimismado en su afán. Lo acechamos como lobos, en sigilo, en silencio, guiándonos por señas. Cuando estábamos a escasos dos metros de él me abalancé sobre él. Tras ello, Cornelivs, hasta que conseguimos maniatarlo.

Con el prisionero asegurado, lo atamos a uno de los postes de los caballos y buscamos supervivientes en el interior de la cabaña. Allí pude ver una de las mayores atrocidades de mi vida. Más que incluso en la guerra. Una mujer, un bebé, un hombre -dijo mientras se le humedecían los ojos.

En ese momento, Augvsto tuvo que parar y tragar saliva. 

Nada más entrar, vimos a un bebé atravesado por una espada, clavado sobre una de las columnas de manera de la cabaña. El filo se hundía desde el vientre hacia las costillas. Bajo él, un charco de sangre. El cuerpo aún caliente y las gotas rojas cayendo al suelo. 

Más adelante yacía otro cadáver, atado de pies y manos, decapitado, con diversas punzadas en todas las partes del cuerpo. Parecía que le habían hecho sufrir antes de acabar con su vida. 

En la estancia restante, donde había un camastro, encontramos a una mujer, exanguinada, con un profundo corte en el cuello. Había sido violada y seguramente profanada. Contaba con diferentes lesiones por todo el cuerpo.

- Cornelivs tuvo que salirse a vomitar -dijo Augvsto. Creo que era la primera vez que veía un cadáver.

Verás hijo mío -dijo Augvsto dirigiéndose a Flavio. Hay veces que hasta el hombre más templado es incapaz de contener sus emociones. Cuando presencias una cosa así, hay algo irracional en ti, una parte salvaje y animal que se apodera de tu ser. Una bestia descomunal en la que te transformas. Y te conviertes en un arma letal, un instrumento que únicamente sirve para infligir dolor al enemigo.

- ¿Qué pasó con el prisionero, abuelo?

- Aún seguía atado y Cornelivs aún no se había recuperado. Pero yo sí. Lo desaté del árbol y comencé a golpearle con puñetazos. Derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda. No paraba. Él empezó a sangrar conforme encajaba los golpes. Su cabeza se movía de lado a lado. Me coloqué encima de él y seguí golpeándole. La sangre me salpicaba, teñía mi armadura de rojo. Gritaba mientras le seguía golpeando y él perdía los dientes. Había una bestia dentro de mí con una fuerza descomunal. Aquel hombre era más alto y corpulento que yo. Pero no importaba. Seguía golpeándolo. Cuando me empezaron a sangrar los nudillos comencé a darle patadas. Cuando me cansé volví a golpearle con puñetazos y en ese instante, en el que tan sólo un hilo de vida separaba al bárbaro de sus dioses, hundí mis dedos pulgares en sus ojos, atravesándolos hasta llegar dentro de su cráneo. El aullido de dolor retumbó por todo el bosque como un trueno. Después, el silencio. 

El frío. El vaho saliendo de mi boca. El corazón latiendo, la sangre en torrente. El espíritu del bosque en mí. 

- Pero abuelo...

- Flavio. Deberás ser un hombre pacífico, no inofensivo. Un hombre pacífico es aquel que es capaz de infligir un dolor inimaginable pero no desea hacerlo, bien por las normas del derecho romano, bien por sus preferencias morales. Un hombre inofensivo no puede hacer daño porque no sabe. Te daré un consejo que deberás guardar el resto de tu vida: nunca subestimes a un hombre tranquilo. Algunos de ellos, pueden ser tan peligrosos como un lobo herido y arrinconado. 

"A furore normannorum, libera nos domine".

martes, 24 de octubre de 2023

Capítulo I: Gladivs

"Regresa a casa caminando por campos de trigo dorados por el sol hispano. Pasos atrás le sigue su caballo, cargado con las armaduras ensangrentadas, con las espadas melladas y desgastadas, con el filo corroído por la sangre de los enemigos. 

Aún ondea a lo lejos el estandarte de Roma, con su águila dorada, las siglas del Senatus Populusque Romanus, el Senador y el Pueblo, la espada y el escudo. Quizás no sea el más ilustrado de los hombres, pero en él hay una palabra que caló hondo, "honor". 

Guarda cicatrices por todo el cuerpo, de filos, de flechas, que parece que sanan y se disipan conforme se aproxima a su hogar. Parece que sus pasos se vuelven más livianos, que es capaz de flotar por esas tierras fértiles, que el sol ya no le castiga sino que le acaricia. Mira al cielo, sonriendo, creyendo estar en un paraíso terrenal, y susurra en voz baja "gracias". 

Ha llegado ya casi al dintel de la puerta y se desploma, cayendo de rodillas, besando por momentos la tierra que pisa. Saborea el áspero polvo y la gravilla, la acidez "Deus, Patriam, Familia". 

Le da las gracias a los dioses, los antiguos o los nuevos, por haberle hecho volver sano y salvo. Su hogar, la misma tierra que le vio crecer. Los suyos, quienes y a quienes tuvo siempre en sus plegarias. Se siente afortunado por primera vez en mucho tiempo, algo en su interior se regocija: la paz ha llegado tras la guerra. Es una sensación extraña en la mente de un soldado de Roma. Como una utopía que se desarrolla en su subconsciente: No hay paz en la mente del que lucha. O quizás sí. Sí hasta que las fronteras vuelvan a ser atacadas. Puede que el muro de Britania, o la frontera este con el avance de los bárbaros.

Alza la vista, y mira a su mujer, Gaia. Le recibe con una sonrisa. Sus cabellos morenos ondulados ondean al viento, con un traje verde esmeralda de lino. Aún no se ha incorporado cuando ella se ha lanzado a su brazos. Le agarra de la sien con sus manos, sin importar las barbas de tres meses desaliñadas, ni el tono terrizo de su piel. 

- Ya estás aquí -le susurra al oído. Ya has llegado a tu hogar. 

Él se reconforta. Honor y gloria. Como dijeron los hoplitas "E tan, Epi tas". Y una lágrima brota de uno de sus ojos, sabiéndose un hombre completo: "Deus, Patriam, Familia" -dice mientras abraza a Gaia. 

Su respiración agitada va calmándose poco a poco, y mirando a los ojos de su esposa comienza a comprender el significado de su vida. Ella, Roma, Dios. Los tres motivos por los que vuelve a casa. Familia, Patria, Dios. Los tres pilares de su vida. Piensa, por un minuto, lo sencilla que es la vida. El sentido de su existencia, la espada de Roma, el escudo de Gaia, el peregrino que recorre los senderos de Dios. Toma aire, se siente libre, ahora no le tiene miedo a la muerte. 

martes, 17 de octubre de 2023

Prólogo: El club de la Lucha

Llevo prácticamente diez días intentando darle forma a una bandada de ideas que revolotean por mi cabeza, miento, alguna llevará algo más de un mes, pero quizás lo que está pasando en España y lo que está pasando en Israel y la franja de Gaza, haya despertado más esas ideas.

De ahí que haya decidido crear, como Netflix, una miniserie, intentando dar mi punto de vista sobre la involución que estamos sufriendo como sociedad, buscar el porqué, y quizás, hacer que algunos ojos se abran. Tan solo con que dos ojos se desperecen, habrá sido suficiente y habrá merecido la pena.

Sirva como prólogo de este intento de aviso o diagnóstico estas líneas, que deberán acompañarse por un vídeo, viejo ya, del Loco de la Colina, que con gran tino, hacía un retrato de la sociedad en dos minutos y que dice así:

He de decir, que la primera vez que escuché este corto no fue en Canal Sur, sino en una canción de Piezas titulada "Mi lado amable", y me impactó. Después de eso, hasta cierto punto se viralizó tras su muerte.

El segundo punto para entender qué es lo que está pasando en occidente se describe, a la perfección en la película de 1999 El Club de la Lucha (escrita por Palahniuk tres años antes) en el discurso de Tyler Durden: "No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida."


Una vez expuesto esto... Vamos al lío, arrancamos en el capítulo uno, intentaré que sea regular.




miércoles, 9 de agosto de 2023

Negro Humo

Como un accidente de coche a cámara lenta, cuando todas las astillas del parabrisas se resquebrajan formando cubos asimétricos y quedan suspendidos en el aire mientras tu mundo se pone del revés. Con la sensación de que el estómago se suba a la boca e intente escapar, las pupilas se contraen, la adrenalina se dispara y sabes con certeza que tu mundo no será igual.

Esa puta sensación. La desintegración del mundo, o de la sociedad, en círculos de hienas y bandadas de buitres, en pura envidia encarnada en adalides rancios, imágenes falsas de un mundo idílico. Sólo es puto humo. Humo. 

Eso es lo que les diría a los críos de doce, trece, catorce... Y también a los mayores débiles con el síndrome de Peter Pan que, como dijo Postman, "crecieron demasiado rápido y ahora son adultos inseguros". 

Y mientras el mundo gira, o explota, o se derrumba, o revienta, regresaré como cada noche al refugio de tus ojos, al resguardo de tu pecho, a cogerte la mano mientras me quedo dormido, respirando tu olor, escuchando tus latidos, sabiendo a ciencia cierta que nosotros no somos como los demás.

"Hoy te escribo canciones con final feliz [...] en las que me muero, pero es pa' salvarte a ti"

viernes, 9 de junio de 2023

Generación Orfidal (Misantropía)

En un arrebato de lucidez o de irracionalidad surge de mí una profunda desidia, un hastío casi conmovedor y una misantropía plena. Hemos evolucionado hacia la generación de la imagen, de una verdad impostada detrás de una foto en las Malvinas, de una cena en París o un desayuno con diamantes, pero la realidad detrás de la foto es una vida completamente insulsa, un hondo deseo de agradar a gente que no conoces por intentar compensar una brutal falta de autoestima.

Ya no sé qué generación era, si la Z, la XX, o como cojones quieran llamarlo. El resultado es el mismo, personas frágiles como copos de nieve que han crecido en la mejor de las épocas, que jamás han tenido que esforzarse por nada, comodidad, sí, y debilidad. Nos han criado en la utopía de la sociedad de derechos, algo inherente y que no requiere nada en contraprestación. No nos hablaron de deberes, no nos lo enseñaron en la escuela, y, por supuesto, tampoco nos interesamos en conocerlo. 

Hemos menospreciado el tesón, vilipendiado el esfuerzo como medio de progresar en la vida, implantando la semilla del odio y la envidia hacia los demás, hemos asumido como cierta la idea de que "hagas lo que hagas, no servirá para nada, entonces, ¿para qué esforzarse?". Ahora, una generación blandita nos abrimos paso entre drogas recreativas y orfidales buscando un sentido en la vida. Hemos cambiado los valores antiguos por un relativismo tan atroz que no nos permitiría afirmar que el cielo es azul o que llueve para abajo. 

Desubicados, desdibujados, unas sombras de lo que se podría considerar un ser humano, la decrepitud del ser humano occidental, brotes de ansiedad con dos patas incapaces de aceptar que el mundo no es como lo imaginaron. Que las cosas, por mucho que te esfuerces, no siempre saldrán como deseas, y la vez, tan volcados en nuestros propios egos que nos negamos a aceptar que nuestra culpabilidad en nuestras malas decisiones.

Hemos aprendido a tomar decisiones, buenas, malas y regulares, pero sólo hemos querido aprender que las consecuencias de las mismas son nuestras cuando el resultado ha sido positivo. En cualquier otro caso, esa desdicha recaerá en otros, el azar, la suerte, el origen, la condición económica, la injusticia divina o social, porque somos el fruto de no afrontar la frustración de pequeños y no hemos sido capaces de asumir los efectos de nuestras acciones. 

Sí, la culpa es nuestra. Ya va siendo hora de afrontar el resultado de nuestras determinaciones. 



"Las buenas intenciones llenaron mis vitrinas de un vacío inmenso..." (Piezas & Lone)