jueves, 22 de diciembre de 2016

Mártires

Éramos dos adictos que habían encontrado en el otro su razón de vivir. Ella, con la sonrisa siempre puesta, yo luciendo mi mejor traje de tristeza. Ella solía pintar unicornios de colores y yo jacos flacos de malas hechuras. Ella repartía caricias y ternura, yo me estrellaba una y otra vez contra el frío cristal de la realidad.

Muchos decían que éramos la peor pareja del mundo, dos polos opuestos, dos universos paralelos que se atraen y colisionan en cuestión de segundos, pero fui yo quien la salvó de sí misma cuando la enseñé a llorar.

Lo hice sin querer queriendo, sin llegar a ese punto de inflexión donde las sonrisas se marchitan por siempre. Ella llenaba mi vacío, me calentaba en las noches frías, me apaciguaba, y hasta me hacía sonreír sin que yo moviera los labios, porque era la única capaz de mirarme de frente y tocarme el alma. 

Ella seguía a mi lado, día a día, hasta que una noche, nos inmolamos el uno en el otro. 

"Ábreme el pecho... y registra" (Extremoduro). 


Coma

En una habitación blanca impoluta, sin ningún atisbo de decoro, aséptica, de un color tan brillante que pareciera que una bomba nuclear hubiese explotado allí mismo. Con el pelo largo y lacio, casi por la cintura, y las barbas de años sin conocer la cuchilla, igual que sus uñas, conectado a un respirador automático que insuflaba aire en sus pulmones y que hacía que su albina piel pareciera revivir por momentos.

Con más de veinte cables y tubos, cada uno con una función diferente e indispensable y rodeado de los restos de pétalos marchitos de flores disecadas, vivía, si es que aquello podía considerarse vida Cupido. 

Él no sentía. Él no sabía ni si seguía vivo. Sin embargo, alguien quería que permaneciese allí, tal vez buscando una mejor época para despertar de un coma autoinducido, o tal vez posponiendo la fecha de la muerte a la que le había avocado la sociedad actual. 




sábado, 10 de diciembre de 2016

Latidos de reloj

Es lo que todos los muertos echan en falta.
Los ricos querrían tener más, aunque a algunos se les quedó corto pronto.

Todos quieran manejarlo a su antojo, que salte, que corra, que vuele, que se pare.
Incluso querrían hacer que retrocediera.
Es imposible de comprar o vender, aunque sí lo puedes contar.
Mientras vives, él se muere lentamente, dentro de ti.
Por las aceras camina, dejando luces y creando sombras.
Obligando a los humanos a poner las calles mientras otros aún siguen de fiesta.

Viola a los sueños de poetas santos y profanos.
Ulula en tu ventana, con cada amanecer, arrullándole al despertador.
Entre barricas duerme y hace mejor al vino, y más sabio al hombre.
Luego se acomoda entre las arrugas de unas sábanas manchada de flujos y se queda dormido.
Al amanecer se habrá ido, corriendo por la ventana, como si nada hubiese sucedido.

"Lo único que puedo ofrecerte, es mi tiempo..." (Arri).