- Creo que no deberías enamorarte de mí-dije apesadumbrado-.
- No entiendo por qué dices eso-dijo ella agarrándome las manos y mirándome a los ojos.
- Cierra los ojos y vuela conmigo, te lo enseñaré -y la besé.
Empezaron a fluir los pensamientos, las emociones, los secretos más oscuros. El tiempo se paró. Nadie más en aquella estancia podía ver, oír o sentir lo que en ese momento ella experimentaba, todo aquello que yo ya sabía. Comenzó sumergiéndose en el abismo de mis pupilas.
Un vergel de emociones convertidas en torbellino donde la risa y el llanto se mezclaban, donde la alegría bailaba un vals con la tristeza, y la ira permanecía atada a una camilla como el Dr. Lécter. Una habitación oscura, un anciano escribiendo con pluma, en el suelo cristales rotos, una botella de vino vacía, dos guantes de boxeo con la piel descamada, una margarita deshojada, las semillas de los dientes de león junto con las pestañas sopladas. Un cristo boca abajo y girado contra la pared.
Y entre la podredumbre, el llanto de un bebé que desconcha con luz la oscuridad de las esquinas, que transforma al viejo en joven, y éste cambia la pluma por los guantes... Asómate a su cuna. ¿Te has visto? Eres tú con de pequeñita.
Abriste los ojos... y me ahogué en ese azul intenso que tienen tus ojos.
"El mar siempre vencerá a la roca" (Arri).
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