Estábamos en uno de esos sueños raros de los que nunca te quieres despertar.
Apareciste entre el mar y la arena, vestida de agua y sal, aún chorreando agua por cada uno de tus cabellos. Los ojos del color de las playas del Índico en Bali, la piel tostada y suave por la que las gotas echaban carreras suicidas hasta tocar el suelo. La sonrisa descarada y brillante, mientras te acercas a mí escurriéndote el pelo.
Te sientas a mi vera, me sonríes y me acaricias el pelo, pasas tu mano por mi barba y te tumbas a mi lado. Mis manos empiezan a jugar con las tuyas, te busco las cosquillas y se te escapa una carcajada. Me abrazo a tus piernas y muerdo la parte de abajo de tu bikini, intentando quitártelo a bocados, sin vergüenza alguna. Sigo jugando con tu cuerpo, mientras tú juegas con mi corazón sin que yo me haya dado cuenta, y siento de cerca la serenidad y la calma, la paz más absoluta cuando me hundo en tus ojos, cuando me miras y dejo de sufrir por un momento.
De fondo el tic-tac del un reloj al que se le escapan los segundos, se le vuelan los minutos y se le destrozan las horas cayendo al suelo, como los besos que nos damos, que nos tiramos, que se nos olvida darnos, como las caricias que con arena pintamos en nuestras pieles. Y te despides de mí con un beso, diciéndome, que es hora de despertar...
Y desde entonces, todos mis insominios, llevan tu nombre.
"Los besos son gatos con más de ocho vidas" (Whisky Caravan).
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