Era como pasear por un cementerio a cielo abierto, o quizás,
más bien, como aquellas catacumbas que visité en la ciudad de Roma alguna vez,
pero en lugar de tener nombre y apellidos, tenían fecha y lugar, y a veces, incluso,
vida propia.
No llegué a tomar ningún cráneo como el soliloquio de
Hamlet. Simplemente me acerqué y los inspeccioné con detenimiento. No eran osarios
de muertos, eran todos y cada uno de mis recuerdos, amontonados, sin un orden
concreto más allá de la temporalidad de las cicatrices que habían causado.
"Las cicatrices
nos recuerdan que el pasado es real" (Papa Roach).
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