Después del dolor hay un paso inequívoco, seguro e irracionalmente comprensible, el miedo. Como aquella canción de Extremoduro que comenzaba hablando sobre vértigo del punto muerto. Supongo que a todos nos pasa. No nos gusta ver que no avanzamos mientras el mundo no se detiene, cubierto de prisas, de dobles morales, de callejones sin salida, de absurdeces humanas. Quizás sea la crisis tardía de los 30 castigándome la espalda a latigazos mientas me insulta al oído.
Cosa extraña el hombre... -diría Facundo Cabral-.
Y la realidad es que sigo disfrutando con cosas livianas y austeras, escuchando el nuevo disco del Robe, mirando a través de la ventana mientras llueve o tomando un gin-tonic en una terraza. Sin embargo sigo echando de menos y a la vez de más. El exceso de libertad se mezcla con la apatía de los domingos por la tarde. Quizás tendría que follar más y pensar menos. Encontrar en otros labios y otros cuerpos el sabor de la libertad. Volver a buscar una chispa en un cruce de miradas, una boca que se muerde y una mano que aprieta nerviosa los vuelos del vestido. Un guiño y una sonrisa pícara. Un polvo en un lavabo, un calentón en un ascensor, el repiqueteo del cabecero de la cama. Un tour por un cuerpo desnudo, dedos que exploran grutas, lenguas bailando tangos suicidas antes de dedicarse al más sucio sexo oral. Las gotas de sudor chorreando por la espalda y por la cara, una mano que oprime la garganta mientras la otra pellizca un pezón. Un grito ahogado, un orgasmo o un alarido, el temblor de piernas y las sábanas empapadas, el agotamiento parcial y el resuello extinto. El olor de fluidos que vuelve el aire denso.
Y brotará la frase maldita: "Quédate esta noche, quédate conmigo...".
"Y dejo las canciones sin final, porque no puedo saber cómo acaba el cuento..." (Robe).
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