Perderse por los paisajes de mi mente es encerrarse en el laberinto con el Minotauro. Un bosque de pensamientos y emociones que cada uno de los días ha ido dibujando, y que, a la vez, esos días han ido retorciendo y encombando, entrelazando y enmarañando, haciendo de ellos un castillo inexpugnable. Suena el martillo y el yunque, saltan las chispas, se restaura la armadura, se entrelazan los anillos de la cota de malla, se remachan los escudos y se templan las espadas.
Emprendí la huida hacia adelante. Al galope. Corazón equino, semblante serio. Y en la mirada ascuas humeantes que esperan ser azuzadas por el viento del norte, y frío en los labios y en las manos al detener la marcha durmiendo en oscuras vaguadas, en cañadas lóbregas, en cárcavas malditas, acunando pesadillas y sabiendo, que cada noche hay, desde lo más profundo de mi pecho, una habitación con vistas al mismísimo infierno.
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