Subir a los tejados de la ciudad, encaramarse a los muros y
dejar los pies colgando desde un décimo, con la espalda apoyada en una tapia en
forma de “L”. Unos minutos dejando la mente en blanco, observando, sin
pestañear, las luces de la ciudad entre la niebla. Momentos de ataraxia, como
la paz inapreciable del interior de un agujero negro, o como el segundo antes
del harakiri del samurái. Respirar hondo y salir del trance. Volverse
invencible.
Hace tiempo que tatué aquella frase en el costado, sin que
nadie preguntara el porqué, por qué grabé con tinta la palabra dolor con aguja
de perfilar. Un recuerdo escarificado que marca el sendero desde dónde vienes
hacia dónde quieres ir. Un camino en el que pocos entenderán el precio de perseguir
los sueños.
Por eso quise aprender a leer las almas antes que los
labios, a interpretar lo que gritan los ojos y callan las lenguas, a no
preguntar, sino distinguir, y apreciar la belleza en las ojeras violáceas y en
los ojos hinchados, en los dientes tintados de amarillos del café, en las
heridas de los pies por andar descalzos en pedregosos caminos, en la sangre que
brota de cada herida y en la lágrima contenida de cada fracaso.
“...si aún quieres desaparecer un segundo, todo irá bien” (Whisky
Caravan)
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