Acurrucado entre sábanas, entre luz de velas o en la más
absoluta oscuridad, abrazado a un cojín fuerte y echando de más a los
kilómetros que se interponían entre ambos. La distancia puede destruirte, o
transformarse en una capa impenetrable de acero y hormigón, casi
indestructible. Aún la sentía cerca. Aun sabiéndose solo.
Recordaba el tacto de dos cuerpos desnudos, el piel con
piel, las manos agarradas, la respiración tranquila del poscoito y el calor. La
sensación de sentirse invencible cuando ella le agarraba por detrás, cuando se
recostaba en su pecho, cuando se abrazaban, la seguridad de estar ahí cuando le
agarraba por detrás y le decía:
“Quédate conmigo cinco minutos más, quédate conmigo toda la
eternidad…”.
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