Conseguiste con una mirada y un guiño que soltara la lanza y el escudo, que se me cayeran los pantalones y el alma empezara a desconcharse. Que se me aceleraran los latidos cuando te acercaste, que se me hiciera un nudo en la garganta con palabras que no salían, que retomara una sensación de vértigo y que mi cerebro colapsara buscando una salida.
Sí, me impusiste. No fueron los tres gin tonics los culpables de aquella sensación. Embriagado con tu perfume seguía sin entender qué hacías hablando con un tipo así, con el semblante de los locos, de descuido y de olor a jumera.
Después, tu mano en mi costado, los labios susurrando cerca, la sonrisa pícara, irse a un rincón más apartado, mis manos temblando mientras recorrían tu cuerpo, estremeciéndose con cada caricia. Volvimos, por un momento, a ser dos adolescentes, reviviendo la edad del pavo más cerca de los treinta que de los dieciséis.
Besos, pellizcos, mordiscos en el cuello, el corazón y el anular unidos haciendo prospección en tus cavidades, fluidos y gemidos. Un azote y un tirón de pelo, bocados en la espalda mientras te follo a cuatro patas. El placer inmenso de sentirme dentro de ti, de ver cómo tu cara se transforma mientras botas sobre mí. El pelo cayendo sobre ella, tapando casi tus pezones. Te muerdes el dedo, me miras, te toco, te excitas y chillas, nos corremos.
Se apaga el fuego y caes rendida en mi pecho, temblando, como yo.
Exhaustos. Libres. Jóvenes. Rescatándonos el uno al otro de la locura del mundo exterior, tan solo con una duda existencial: ¿Repetimos?
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