miércoles, 4 de abril de 2018

CCAVM

Y entre toda la muchedumbre del metro, la vi, y supe que era ella. Intercambiamos miradas, después una sonrisa. Me acerqué a hablar con ella. Sonreía mientras se acariciaba el pelo. Y en aquel momento, supe que era el amor de mi vida, que quería pasar la eternidad de mis días junto a ella. 

La verdad es que no fue así. 

Nos conocimos por Tinder. Quedamos a tomar un copa y echar un polvo, sin mucha más pretensión que quitarnos el estrés de una vida que nos ahogaba. Del bar a su piso, de su piso a la cama. Sudar, cambiar de posición, gritar, macharlo todo. Vestirse y marcharse sin despedirse, escudarse en que mañana trabajo y madrugo. Descuartizar cualquier atisbo de sentimiento y soterrarlo. Llegar a casa y buscar la siguiente cita sin haberme duchado, aún con su olor en mi piel. Escupirle al espejo el "yo no repito", "soy un espíritu libre", "no quiero ataduras", "no eres tú, soy yo...", hacerme más viejo, menos hombre y cortar el alma y el corazón en pequeños pedazos antes de ingerirla después de haberla regurgitado.

Una y otra vez.  Hasta que llega alguien que te abofetea la cara y hace que tiemblen los cimientos de tu materia gris, replanteándote tu vida, dispuesta a caminar por un sendero que finaliza en un banco donde contemplar el ocaso de tus días. 

"Él ya no está aquí, ni se le espera,
no hay noticias de su regreso, ni de su vida entera,
se marchó un día de otoño y murió en la carretera"
(Arri).



Éramos más de cerveza y rock and roll...

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