martes, 3 de octubre de 2017

Anchorage

Como en la barra de aquel bar.

El momento en el que se cruzaron nuestras miradas, el pánico a mantenerlas, el vicio de no querer dejar de hacerlo. Sonreí mientras bebías un cóctel de frambuesas con pajita, lasciva, insinuante, sin quitarme ojo. Después me guiñaste un ojo y sonreíste, olvidando la vergüenza en el vodka de tu Manhattan y te giraste.

Yo me quedé embobado, mirando tu figura y cómo te apretaba aquella falda, pensando en cómo desabrocharla, en arrancarte la blusa y morderte el cuello, en bailar sevillanas agarrándote del pelo, en el sonar de muelles y crujir de camas, en los gemidos, y el cómo el sudor se mezclaba sobre el suelo con la esencia, después de habernos corrido.

Con la ventana abierta, dejando que la escarcha nos abrazara, sabiendo que sólo somos hijos de la madrugada.

Después me acerqué a ti, y te susurré al oído todas aquellas cosas que todo el mundo pensaba y que nadie te decía por educación, por principios o por falsa caballerosidad. Volviste a sonreír y me acariciaste la barba.

Te dejé una nota, con mi número y una desiderata: tus labios de fuego jamás podrán besar al hombre cuyo corazón yace en Alaska. 


"Si me pongo serio quien sonríe es el diablo" (Piezas).

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