De su costado lacerado brotaban palabras rotas,
en un idioma ya olvidado.
Sus ojos escupían lágrimas negras,
mezclando en ellas la tinta y la sal.
Cada vez que abría la boca volaban las notas de un enjambre asesino
que se clavaba en la mente y acongojaba el alma.
En sus manos florecían espinosas acacias,
robustas y ásperas al tacto.
No tenía voz,
no escuchaba nada,
sólo era capaz de vislumbrar aquella figura,
anonadada, impertérrita, casi congelada.
-Y así fue como se enamoró de mi tristeza-.
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