Quién diría que la transparencia y la opacidad son tan similares, si en realidad son todo lo contrario. Pero son convivientes en mis adentros. La transparencia refleja lo que se ve en mí: nada. La opacidad permite ver todo lo que hay en mí: nada. La nada lo es todo. Una llamada en silencio, un grito ahogado, si no es lo que dice, es lo que escucha.
Nada es lo que me ha empujado a girar la llave de la puerta que cerré el viernes para salir fuera. Nada me esperaba en ningún sitio. Ni la nieve. Nada quise ver, ni tan siquiera mi rostro en el espejo. Nada entra ni sale por las ventanas.
Y a la vez todo. He vuelto a experimentar la misma sensación que tuve a finales de julio. La de respirar hondo y soltar el aire entrecortado, el temblor del labio inferior y el notar cómo los ojos se humedecían. Notar un crujido más adentro de las costillas y tener que respirar por boca. Mirar hacia arriba, buscando una respuesta que nunca llegará... y obligarme a seguir viviendo.