Venía alegre silbando por la calle, vestía de verde esperanza y gastaba gafas grandes y oscuras. La tez más blanquecina de lo habitual, y saludando, como siempre, a la dueña de la tienda donde solía comprar el pan. Traía bajo el brazo un caja de madera, donde a cada paso, resonaban y titilaban, chocando entre sí los objetos que portaba dentro.
Se paró en aquella puerta, sacó de su bolsillo, una nota y la dejó encima. Tocó tres veces al timbre, y marchó corriendo. Ella abrió la puerta, abrió la caja y lo leyó. Con una mano en la boca, y la otra en el papel, vi cómo brotaron de sus ojos dos gotas, que con el rímel parecieron dos galgos ahorcados.
Y dentro sonaban, acariciándose entre sí, trozos negros de alma, de diamante sin pulir, y pequeños cantos rodados, fragmentos de un corazón de piedra que el paso del tiempo se encargó en mellar.
"Y como en una mano llevaba la pala,
y en la otra el azadón, la gente le preguntaba,
¿a dónde vas Juan Simón?
Soy enterrador y vengo, de enterrar mi corazón".
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