Entré en su pecho de cabeza, sin anestesia, gritando, deseando ver toda la luz que transmitía su mirada, el resplandor incandescente del sol de su sonrisa, la brisa aterciopelada de sus suspiros, la vorágine exacerbada de sus deseos más primitivos, la suavidad de aquellos labios que había besado en más de una ocasión. Buscaba a la lujuria, presente en sus curvas, en cada centímetro cuadrado de su piel tostada, y a la alegría, a las ansias de vivir que de ella brotaban.
Y una vez que estuve dentro, tuve ganas de salir corriendo.
Dentro había oscuridad, los sonidos de animales desgarrando tripas y músculos, una vieja encorvada destejiendo un abrigo hecho de olvido y dolor. Olía a rencor, era casi una presencia, que hacía que el aire se espesara y casi te asfixiara. La angustia de cuatro paredes que se ciernen a tu alrededor, la explosión vacía de palabras sordas, el ruido ensordecedor de los silencios más incómodos, veinte retratos de antiguos amantes, boca abajo y semicalcinados.
Y entre tanto hastío y podredumbre, vi tu auténtico yo.
Estabas de espalda, mirando con nostalgia las fotografías descascarilladas de los recuerdos, suspirando y rezando a la vez para que se deshicieran entre las manos de tanto jugar con ellas, mirando al suelo compugida,
sin saber,
que si levantabas la cabeza,
podrías ver el cielo lleno de estrellas.
Entonces me miraste. Y señalé al cielo. Sonreíste.
Me enamoré. No sé si tú también, o sólo éramos dos idiotas.
Fue el descaro de tu sonrisa al decir que estabas bien cuando necesitabas más puntos de sutura que yo.
Que mientras sonrías.. yo no moriré (Bocanada).
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