El viento arrastró mi nombre y te lo susurró al oído.
Recordaste la primera vez que nos vimos, el primer polvo, el
último beso, la caricia más tierna, mis manos lascivas entre tus piernas, mi
lengua recorriendo cada uno de tus rincones, como aquellos que buscábamos para
follar. Ninguno era malo. Ni nosotros tampoco.
La lluvia arrastró tu nombre y me empapó por dentro.
Empecé recordando lo vivido, llorando a la luna, aullando,
como un lobo, o quizás como un jabalí herido. La pasión desmedida que brota a
raudales, la saliva que cura las escaras, el sentido de los domingos por la
tarde. Un paseo entre los árboles, penetrarte contra ellos, agarrarte del
cuello y meterte un dedo en la boca.
La tormenta dobló nuestros nombres y los enterró en el
olvido.
Y pasamos del somos al fuimos, cambiamos el cariño por el
tío, nos miramos a los ojos sin reconocer lo que habíamos sido. Vimos cómo
crecía un abismo entre nosotros mientras retrocedíamos, paso a paso, queriendo
conservar la vida. Cobardes con un exceso de cordura. Asnos maniatados con
amores baldíos.
No están hechos los tiempos modernos para hombres como tú,
Gustavo, de desamor habrías muerto mil veces antes de llegar a los veinte.