Después de un cruce de miradas rápido en la barra se acercó
a mí y me preguntó el porqué de mis ojeras, me dijo que olía a soledad y que
quería compañía. Después me pidió que la invitara a una copa.
Vestía de negro y encaje, con los labios rojos, me preguntó
por mi vida, le respondí con evasivas, después me preguntó mi nombre y le
mentí, y se dio cuenta pero disimuló. Compartimos una charla sobre poesía,
hablamos sobre Clint y Meryl Streep en los Puentes de Madison, de los sentimientos
humanos, de las mentiras por compromiso, de las verdades a medias, de la mejor
canción de rock y el último tango en París. Fue a pagar, lo suyo y lo mío, y me
quedé con el cambio.
Acabamos en su casa, desnudos por el suelo. Follamos en el
sofá, en la cama y en la cocina. Hicimos que hasta el mismo Dios sintiera
envidia por un momento. Sentimos la anarquía de nuestros cuerpos, sus labios en
los míos, mi lengua en su sexo, sus manos en mi torso. Sudamos. Tanto que casi
nos derretimos. Nos corrimos. Tanto que olvidamos nuestros nombres.
Y nos quedamos enroscados. No por amor, sino por cansancio. A la mañana siguiente me fui corriendo, antes de que se despertara, no fuera
a ser que se hubiese enamorado de mi tristeza.
Luego volví a desayunar las dos cucharadas amargas de café
soluble de todos los días.
"...un valiente que ahora sólo le basta el verte para estar feliz..." (Bocanada)
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