En una habitación blanca impoluta, sin ningún atisbo de decoro, aséptica, de un color tan brillante que pareciera que una bomba nuclear hubiese explotado allí mismo. Con el pelo largo y lacio, casi por la cintura, y las barbas de años sin conocer la cuchilla, igual que sus uñas, conectado a un respirador automático que insuflaba aire en sus pulmones y que hacía que su albina piel pareciera revivir por momentos.
Con más de veinte cables y tubos, cada uno con una función diferente e indispensable y rodeado de los restos de pétalos marchitos de flores disecadas, vivía, si es que aquello podía considerarse vida Cupido.
Él no sentía. Él no sabía ni si seguía vivo. Sin embargo, alguien quería que permaneciese allí, tal vez buscando una mejor época para despertar de un coma autoinducido, o tal vez posponiendo la fecha de la muerte a la que le había avocado la sociedad actual.
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