Juraría que no habíamos cambiado de semana, mes o año. Juraría que seguimos en aquella terraza bebiéndonos un tercio de estrella Galicia. Juraría que, como en esos videoclips de música de final de los noventa, los dos protagonistas se quedaban quietos, mirándose a los ojos sujetándose las manos, mientras todo a su alrededor se movía a una velocidad descomunal.
El despertador avisa, día tras día, del paso del tiempo. Las
canas, también. Los achaques y los dolores, aunque no siempre tenga que ver con
la edad. Y desde que suena el despertador, considero los días como un trámite
que hay que cumplir hasta llegar, cada noche, al calor de tu cuerpo. A los abrazos
al llegar a casa. Al que no tenga que decir nada porque me lo leas en los ojos.
A las risas improvisadas. A los polvos de sofá. Al brindar con un vino entre
semana. Al improvisar un plan y no pensar en el resultado. Al vivir. Al ser feliz. Sin peros.
Sé que moriré. O moriremos.
Y no pienso dejar ni un
resquicio para los putos gusanos.
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