Cuando apago las luces y todo se queda en silencio, brota de cada uno de mis orificios un humo negro y espeso que se condensa en el techo.
Después, comienza a formarse de esa masa amorfa y dispersa, nubes de pájaros negros, vestigios de mis pensamientos diarios, que empiezan a volar en círculos alrededor de mi cabeza. No son águilas que extienden sus alas para que vuele sobre ellas, no son cuervos que anuncian muerte y malos augurios, ni ruiseñores que alegran las mañanas, son buitres.
Buitres. Negros y leonados. De esos que aparecen cuando la muerte está próxima, de los que huelen la podredumbre del hombre y su carne, la debilidad puntual, la oportunidad de alimentarse de mis entrañas, de escarbar con su puntiagudo pico dentro de mi cerebro y remover hasta la última de mis neuronas.
Creo que por eso no soy capaz de dormir sin despertarme. Porque los buitres abren sus alas y los oigo aproximarse, sin otra intención que despiezarme.