- Creo que te excediste al contarle aquello a Flavio, Augvsto. No era necesario. Es sólo un niño.
- Es un niño que ingresará en la Legión. Que sea pequeño no
quiere decir que tenga que ignorar cómo funciona el mundo. Debe endurecerse,
ser consciente del ciclo de la vida. Vida y muerte. Los sacrificios, el dolor,
la alegría, de todos y cada uno de los pasos que damos como humanos.
- Quizá es demasiado pronto para ello.
- Es el momento perfecto. Un niño debe aprender a convivir
con la muerte como un elemento más de su vida. Protegerlo sólo lo hará débil y
frágil, y ello hará que el mundo lo devore.
En ese momento se incorporó de la silla y se dirigió de
nuevo a su nieto.
- Flavio, ven aquí. Me acompañarás a los establos donde hay
una yegua a punto de parir.
- Sí, abuelo.
El niño agarró la mano de su abuelo y salieron de la
estancia. Gaia se abrazó ambos codos, sintiendo un pequeño escalofrío por su
cuerpo. Quizás su marido tuviese razón y los niños tendrían que convertirse en
hombres, pero le inquietaba. El mismo amor que tenía por sus hijos se
multiplicaba con sus nietos y puede que fuera eso lo que le hacía ver la
realidad desde otra perspectiva.
Augvsto entró en los establos junto con su nieto. El olor a
heno y a caballo, a estiércol seco y animal, las luces del otoño colándose por
las rendijas de los maderos que configuraban aquella posta ampliada. Una escena
idílica que sólo era interrumpida por el ruido de movimiento de una yegua
albera que yacía en el suelo entre estertores parturientos.
El animal giró la cabeza ante ambos humanos, pidiendo casi
ayuda. Tenía el torso muy hinchado y resoplaba con cierta resignación,
sacudiendo la cabeza levemente. Debajo de su cola asomaban unas pezuñas, bajo
ellas, un charco de líquido amniótico y un trozo de placenta. Flavio miró con
cierta curiosidad y a la vez asco. La
yegua comenzó a empujar nuevamente y pareció asomar un hocico.
Augvsto, mientras tanto, se encontraba haciendo dos nudos en
los extremos de una cuerda en forma de gaza corrediza.
- Átalos a las pezuñas Flavio.
El niño cogió la cuerda y se acercó a la yegua. Dio una
arcada y le comenzaron a brillar los ojos. Su abuelo sonrió.
- Vamos, que no tenemos todo el día.
El muchacho se acercó de nuevo, y nuevamente volvió a sentir
esa sensación de asco. Intentó no respirar mientras se agachaba y ataba las
patas del potro con la cuerda que Augvsto le había dado.
- Métele los dedos en el hocico y quita lo que haya dentro.
El crío hizo una mueca de incredulidad y abrió nuevamente la
boca intentando no vomitar. Entonces, aquel hocico que asomaba pareció moverse
parcialmente y casi respirar.
- Bien, ahora tendremos que tirar cuando la yegua empuje
para sacarlo. Así la ayudaremos a parir y se estresará menos.
Abuelo y nieto cogieron la cuerda y cuando el animal empujó,
ellos tiraron fuertemente sacando la cabeza del potro. Otro empujón más y
consiguieron sacarlo del todo. Augvsto se acercó para cerciorarse de que las
vías aéreas del potrillo estaban libres y que respiraba. Lo arrastró hacia el
hocico de la yegua y se quedó contemplando la escena. Sin embargo, el vientre
de la yegua seguía estando hinchado. Él, se rascó el mentón, pensativo.
Ambos se quedaron observando a la yegua y al potro. Era
precioso, de color alazán y una mancha blanca en la frente en forma de aspa
irregular. La madre se revolvió de nuevo y comenzó a empujar. De nuevo salieron
dos cascos. Para entonces, el asco que había sentido el niño en ese primer
momento se había disipado y agarró la cuerda de manera decidida. Augvsto miró y
sonrió para sus adentros. Los niños aprenden rápido pero hay que tener el valor
para enseñarlos. Nuevamente la yegua se retorció, haciendo fuerza, y de nuevo
asomó un hocico blanco de su ser. Flavio liberó las fosas nasales y ató
rápidamente las gazas a las pezuñas.
- Venga abuelo, ayúdame.
Ambos tiraron enérgicamente. Dos tirones más y el segundo
potro estaba fuera. Esta vez había algo extraño en el animal. Augvsto se acercó
para inspeccionarlo.
- ¿Has visto la pata trasera derecha, Flavio?
- No abuelo, ¿qué le pasa?
- Le falta una parte – dijo el anciano con pesadumbre a la
vez que se pasaba la mano por el rostro. Acarició al animal con delicadeza y
ternura, sabiendo que tendría que sacrificarlo.
- ¿Y qué le pasará abuelo?
- Un caballo cojo no puede valerse por sí mismo Flavio. Es
inútil. No tiene ninguna función y acabará deforme al no poder moverse. Eso
significa que habrá que sacrificarlo.
- Pero abuelo, y si…
- No hay peros Flavio –interrumpió súbitamente Augvsto. Sé
que no te gusta, y, sin embargo, tendrás que sacrificarlo de igual modo. A veces,
la mayor señal de respeto y de amor es no prolongar la agonía, en este caso, de
un animal. Cuando crezcas, es posible que tengas que tomar decisiones
arriesgadas, decisiones que no te gustaría tomar, decisiones que provocarán
dolor pero que deben ser ejecutadas. Entonces, no me tendrás ni a mí, ni a tu padre
a tu lado para aconsejarte.
El hombre se retiró al fondo de las cuadras, entrando en un
cuarto donde se guardaban todos los útiles de equitación y de herraje. Rebuscó
entre los aperos hasta que encontró el cuchillo que buscaba. Volvió hacia donde
estaban la yegua y su nieto.
- Ahora tendrás que mostrar la piedad necesaria para no hacer
sufrir y la fortaleza para actuar como un hombre de principios. No es agradable
pero es necesario.
Augvsto le mostró el cuchillo a Flavio y se lo entregó. El
muchacho temblaba. Se acercó al potrillo que yacía en el suelo, incapaz de
levantarse.
- Acarícialo y despídete de él. La muerte no significa que
tengas que mostrar desprecio por la vida, más bien al contrario. Debes estar dispuesto
a sacrificar hasta la tuya si con ello consigues el bien común.
El chiquillo seguía temblando aunque agarraba el cuchillo con
firmeza. Se acercó al animal y le acarició la frente suavemente. Aquella
pequeña criatura pareció tranquilizarse y asumir el destino que tenía por
delante. Resopló un par de veces ante las caricias de Flavio y cerró los ojos
justo antes de tumbarse por completo, como ofreciéndole el mejor ángulo para
atravesarle el pecho. Los ojos del niño se humedecieron, igual que los de su
abuelo, y comprendió entonces la nobleza de los animales.
- Descansa pequeño amigo, pastarás en verdes praderas,
beberás de arroyos puros, galoparas hacia un horizonte sin fin, hasta el que
cielo se quede sin estrellas… - y atravesó el corazón del equino que
simplemente, dejó de respirar. El pelaje blanco se tiñó de rojo y comenzó a
supurar sangre.
El niño se incorporó, cabizbajo, con lágrimas cubriendo su
rostro y se dirigió a su abuelo. El hombre lo abrazó, consolándolo y besándole
la coronilla.
- Has hecho lo correcto. Ahora debes escoger un nombre para
el potro alazán. Será tuyo, tendrás que domarlo y cuidarlo desde mañana.
- Caelum –dijo mientras se marchaba de las cuadras.
Augvsto siguió pensativo. Dudando si su nieto habría o no
entendido lo que él le había querido enseñar: la muerte forma parte inherente
de la vida, son realidades dicotómicas e inexorables. Ambas no pueden
coexistir, ni existir a la vez, pero sin la presencia de una la otra es
inexistente. La muerte nos muestra lo maravillosa que es la vida, nos prepara
para las dificultades, nos duele, nos endurece, nos sana. Sin ese dolor que nos
produce, nos envilece, nos transforma en tiranos, o en hombres débiles y
maleables, cobardes y temerosos de la luz de un nuevo día. Él lo sabía. Los
niños deben saber qué es la muerte y venerar la vida, cuanto antes lo
aprendieran antes serían capaces de ver el mundo con la perspectiva correcta.